LA LUZ DEL VERANO EN LAS LETRAS
Publicado el 25 de Julio de 2025
Hay veranos que no se van del todo. Aunque pasen los años, aunque cambien los lugares o las personas, siguen ahí, colándose por la rendija de un recuerdo o en el olor a protector solar que alguien abre en la playa. Y es que el verano no es solo una estación: es un estado del alma. Un espejo en el que a veces nos vemos más claros... y otras, más confusos que nunca.
En la literatura, el verano ha sido muchas cosas. El sol que alumbra una adolescencia que se escapa de las manos. El calor pegajoso que hace más insoportable una soledad. La brisa suave de una tregua inesperada. ¿Quién no ha sentido alguna vez que un libro leído en julio deja una huella distinta? No se trata solo del momento, sino del cómo: lo leemos con el cuerpo más abierto, más vulnerable quizá, como si el calor aflojara también las defensas del corazón.
Holden Caulfield, por ejemplo, deambula por Nueva York en El guardián entre el centeno con el alma hecha trizas. No es solo un chaval enfadado: es un chico que en pleno verano, ya intuye que crecer duele. La ciudad le abrasa y le confunde, como una metáfora del desconcierto que siente por dentro. Algo parecido pasa con Camus en Verano, pero desde el otro extremo. En lugar de huir del sol, lo abraza. Lo convierte en filosofía, en una especie de religión sin templos. El sol como verdad. Como belleza. Pero también como herida que no se puede ignorar.
Y la verdad es que el verano, en los libros, no siempre es alegre. A veces, bajo la luz más intensa, se ven mejor las sombras. En El amante, Marguerite Duras habla del deseo como quien recuerda un incendio. Y ese amor, húmedo y salvaje, no habría sido posible sin el calor brutal de Saigón. En La tregua de Benedetti, el verano llega como un suspiro que parece salvarlo todo... hasta que se rompe. Como tantas cosas.
Aquí, en nuestra literatura, también hay veranos que marcan. Galdós nos dejó ver los veraneos de la alta sociedad, con sus trajes blancos y sus conversaciones forzadas en jardines bien podados. Pero también están los campos andaluces resecos de Goytisolo, donde el sudor y la injusticia se mezclan como parte del paisaje. Todo cabe en el verano: lo luminoso y lo áspero, lo que nos alivia y lo que nos quema por dentro.
Además, hay algo casi mágico en leer durante estos meses. El libro se convierte en compañero de viaje, aunque no salgamos de casa. Puede acompañarnos a la playa, a la piscina o simplemente a una terraza con sombra y un vaso frío entre las manos. Y ahí, en ese instante en que el mundo parece ir más lento, las palabras encuentran un hueco para quedarse.
Lo curioso es que los libros de verano no siempre son los más brillantes. A veces son historias pequeñas, de esas que no hacen ruido pero que se instalan como una canción suave. Otras veces, nos atrapan con un arranque fulminante y no nos sueltan hasta que el sol ya ha caído. Son esos libros que luego recordamos con frases como: "me lo leí en una semana, en el pueblo", o "lo terminé justo antes de aquel viaje, ¿te acuerdas?"
Porque, al final, leer en verano es vivir dos veces. Una en la piel, con el sol y el mar. Y otra en la cabeza, con personajes que a veces nos entienden mejor que nosotros mismos. Quizá por eso, cuando pensamos en los veranos que más nos marcaron, siempre hay un libro cerca. En la mochila, en la toalla, en la mesilla. Y sí, puede que el verano acabe. Que llegue septiembre con su aire más frío y sus horarios más apretados. Pero lo que leímos bajo la luz de julio o agosto... eso se queda. Como la marca suave que deja el sol, incluso cuando ya no lo notamos.
JMG