Y volvió julio.
Con su modo de reírse del reloj
y de sacarle brillo al polvo de los caminos.
Con su insolencia de pueblo vivo
que, aunque parezca dormido,
lo escucha todo.
Aquí el calor no es noticia.
Se acepta como se aceptan los silencios
cuando ya no queda nada que decir.
Ni falta que hace.
Porque en Torrefarrera se habla con los ojos
y se entiende el alma con solo mirar.
El sol cae a plomo
sobre las persianas entreabiertas,
y las moscas celebran su misa
alrededor del pan y del aburrimiento.
Un niño llora.
Un abuelo calla.
Una madre canta bajito para no romper la siesta.
Y, de pronto,
parece que el mundo cabe entero
en una calle sin sombra.
Porque julio,
aunque queme,
también trae eso.
La certeza de que el pueblo se junta,
que los recuerdos se heredan,
que el verano —aquí—
no es una estación,
sino una promesa.
Y es que hay formas de resistir
que no necesitan pancarta.
Solo una mesa, dos cañas,
y una frase a media voz:
"tranquil, que tot arriba."
Torrefarrera no presume.
Pero late.
En los huertos.
En los bares.
En los que se fueron y los que aún resisten.
Late, como una canción antigua
que alguien sigue cantando
aunque ya no se escuche.
Julio 2025